Zola nació en París, el 12 de abril de 1840, de padre italiano, ingeniero de caminos, y madre francesa. Cuando tenía siete años se quedó huérfano de padre y la familia vivió años de auténtica miseria en Aixen-Provence, allí cursó sus estudios, en compañía del pintor Cézanne, cuyo talento nunca llegó a apreciar, con él recorría el campo, se bañaba y disfrutaba de los pocos placeres que su precaria situación le permitía.
Si se piensa en el gusto estético que tenía Francia en el último cuarto del siglo XIX, ese afán de exhibir todas las existencias en el escaparate (que de por sí no es garantía de calidad), se entiende mejor la resonancia excepcional que tuvieron entonces las obras de Zola: el público quería efectismo y sensaciones fuertes, el romanticismo acaba de desangrarse en la estética enfermiza del decadentismo, y el realismo era en buena parte incomprendido por la mayoría, que necesitaba una literatura más asequible, periodística por así decirlo, sin sutilezas ni refinamientos, impresionantes frescos, pero pintados con brocha gorda. Zola lo entendió y orientó su vocación literaria en función de las tiradas, con una inteligencia del mercado que a nadie se le ocurriría reprochar a un buen comerciante.